Tepoztlán Místico

Mis días en el Caribe finalizaron. A pesar del tormentoso comienzo, las cosas estaban mejorando y los días empezaban a sentirse como esas vacaciones anheladas.  Aún tenía dos sitios por visitar.

Volé a la ciudad de México el 11 de octubre, y ese mismo día tomé un autobús en la terminal Sur-Taxqueña hacia uno de los maravillosos pueblos mágicos que tiene mi país: ¡el bello Tepoztlán!

Cambie rápidamente del clima tropical caribeño al fresco boscoso. Debo decir, que ya desde el trayecto hacia mi destino comenzaba a sentirse el notable cambio entre la metrópoli capitalina y las laderas verduzcas a las que nos estábamos dirigiendo. El paisaje entre colinas se fue volviendo cada vez más bonito, y conforme el autobús se acercaba al destino elegido, las montañas que rodean el pueblo de Tepoztlán comenzaban a avistarse a la distancia, con sus particulares e impresionantes formas. Por un momento, me sentí parte de una película, de esas en las que el personaje principal está arribando a un sitio maravilloso, que a todas luces evidencia la carga de misticismo que lo rodea.

Llegue por ahí de las seis de la tarde. Desde la estación, es fácil moverse a pie, o tomando uno de los numerosos taxis que esperan por los turistas. Debo decir, que el periodo de salidas desde la capital hasta el bello pueblito es continuo y constante, me parece que el tiempo de espera entre un bus y otro no rebasa ni la hora.

Dentro de poco estuve en el sitio en el que me hospedaría. Se trataba de un cuartito ubicado en una pensión. Tras instalarme, desempacar y dejar todo listo, decidí salir a mirar los alrededores, y a buscar un lugar para cenar en el cual poder calmar la tripa que venía dándome la lata desde la Ciudad de México.

Por suerte, a unas cuantas casas de mi posada, se encontraba un simpático restaurante al aire libre. Desde que entre, me sorprendió el precioso jardín compuesto por árboles frutales, flores, pasto y foquitos luminosos, elementos que comulgaban de forma perfecta en aquella combinación tan agradable, dando a la noche un cierto aire romántico, pacífico, y encantador. El sitio aquel se especializaba en comida italiana, y supongo que eso, sumado al sonido demandante de mi barriga, fue lo que me llevo entrar, y pedir una pasta Alfredo con unas buenas rebanadas de pan de ajo, acompañado con ese dip de mantequilla y albahaca que sirven como aperitivo.

¡Qué rato más agradable el que pase ahí!, fue como si el tiempo se hubiera detenido un instante. Entre bocado y bocado me iba volviendo consciente de cada uno de mis cinco sentidos: la vista, maravillada con el juego natural y luminoso de ese jardín de cuento de hadas, el oído, que captaba pedazos de la música de fondo, reconociendo algunas letras y haciéndome tararear fragmentos de esas canciones conocidas. El olfato, embriagado con el olor de la pasta y de las flores, el gusto, que se consentía descaradamente con la maravillosa comida, la primera del día, y la que había estado deseando desde la mañana, y finalmente el tacto, que tentaba el mantel y jugaba con el pequeño florero de esa mesa.

Recuerdo que, entre la maraña de pensamientos de ese instante, vino uno cargado de anhelos, que me hizo desear con muchas ganas, ¡que cada día pudiera sentirse como ese!, y que pudiera vivirse de esa forma, despacio, con calma y con gozo, haciéndome consciente del momento presente y nada más.

Las calles en Tepoztlán corren entre terrenos empinados, andar por ellas es una labor sencilla y cansada al mismo tiempo, puedes llegar a cualquier parte caminando, pero al cabo de un rato, comienza a calar la sed y el dolor de piernas. Claro está, que el cansancio es lo de menos, cuando la recompensa viene en la forma de un buen rato de descubrimiento de ese pueblo, un sitio tan cargado de belleza como de magia, de aroma a fresco, y de ricos sabores. Andando por esas calles, me dejaba engatusar con el misticismo de ese lugar tan bonito. Los pueblos pintorescos siempre me gustan de una forma especial, supongo que por el ambiente que desprenden, muestran esa clase de vida que parece detenida en instantes que se alargan, la de los viejos que salen a la calle para sentarse en las banquetas a mirar pasar a los transeúntes, sin ninguna clase de prisa, y con el semblante de paz congelado en sus facciones.

Los callejones han sido invadidos por el arte callejero, uno muy hermoso he de admitir. Paredes repletas de coloridos dibujos en donde destacan las formas de la naturaleza, trazos elaborados por verdaderos artistas, da igual si son conocidos o no, quienes se han encargado de colorear las casas y bardas pintando colibríes, rostros, luces, mándalas, y hasta chinelos, esas figuras de hombres barbudos y blancos, muy representativos de Tepoztlán.

Mientras se anda por ahí, es común encontrar servicios de Spa ofreciendo baños de temazcal al por mayor. Reconozco que antes de mi visita, no tenía mucha idea de lo que eran los temazcales, investigué un poco y fue así como pude darme cuenta de que se trata de una especie de baño al vapor realizado mediante la utilización de leña y plantas medicinales. Las personas que los toman, lo hacen en espacios cerrados y adecuados para ello. Muchos temazcales son presididos por un “chamán”, que para quien no conozca el termino, ya le cuento que estas personas son asociadas a rituales curativos, en donde se emplean poderes místicos u ocultos, y se emplean elementos de la naturaleza para realizar prácticas con algún fin determinado.

De acuerdo a lo que leí, el temazcal tiene efectos benéficos en la salud física, emocional e incluso espiritual de las personas que se someten a este proceso, el cual promete una desintoxicación o limpieza profunda. Yo iba con ganas de tomar uno, pero cada sitio en que pregunte, me presentaba un precio elevado que se escapaba de mi ajustado presupuesto, y el único temazcal que se adecuaba a él, lo daban los fines de semana en forma grupal, sin embargo, mi visita por aquel lugar sería de lunes a jueves, así que no tuve más remedio que quedarme con las ganas.  

Debo admitir que lo que más me engancho a Tepoztlán fue la comida… era como si cualquier alimento cocinado ahí, tuviera por destino ser sabroso, y es que no hubo nada, ni una sola cosa, que no me gustara bastante.  

Cada mañana visitaba el mercado, me gustaba pasar por las fonditas que ofrecían toda clase de garnachas de las que hacen rugir la tripa, sin mencionar que los mercados ya me gustan desde siempre, por sus colores, sus aromas, y la sencillez de la gente. No tuve mucho problema en encontrar “mi sitio para el desayuno”, y le llamo así, porque cada día que estuve por ahí, me senté a desayunar en el mismo simpático puestecito, la misma banca, la misma comida y en la misma cantidad de siempre. Los itacates fueron mi bocadillo favorito, esa tortita triangular elaborada con masa, manteca y queso, y preparada con diversos guisos, se convirtió en mi vicio de las mañanas. Yo los tomaba solo con crema y queso, y entre un mordisco y otro, iba aderezando con las deliciosas veinte salsas que se disponían por toda la barra, mis favoritas fueron las de cilantro y cacahuate, aunque reconozco que la de jalapeño también estaba buena.

No se puede omitir decir que también probé las famosas Tepoznieves, las cuales considero que son de degustación obligatoria para todos los visitantes de Tepoztlán, las hay dulces y picantes, de crema, agua y nata, ¡uf!, mi favorita fue la de elote y la de pepino con chile.

En las calles, se pasean muchos vendedores ofreciendo golosinas, tacos de canasta, tartaletas, y pan de dulce. Visite uno de los restaurantes más recomendados por los turistas: Los Colorines, sitio ubicado en la calle del Tepozteco, el cual ofrece una gran variedad de antojitos mexicanos, mi favorito fue el mole rojo con sopa de arroz, y de postre, recomiendo la Carlota de Limón. De solo recordar ya se me hace agua la boca.

Todos los días salí a caminar por las tardes, recorría las mismas calles y visitaba los mismos sitios, pero nunca me aburrí de hacer eso, Tepoztlán tiene el encanto suficiente para mantenerte interesado, siempre esconde algo nuevo que descubrir, un callejón, un mural, alguna pacífica terraza donde sirven buenas pizzas a la leña. Casi todos los días me tocó llovizna en el camino, pero lejos de ahuyentarme, me gustaba caminar bajo la lluvia, quizá mojarme un poco el pelo y luego, cuando la necesidad apremiaba, encontraba refugio en algún café, en el que luego podía entrar a beber un chocolate caliente o una limonada.  

Grabé a fuego en la memoria el día que pude subir el Tepozteco. El Tepozteco es una zona arqueológica situada en la cumbre de una montaña, seguramente la más famosa de Tepoztlán y a la que la gente también llama con este nombre, así que, a lo largo de este escrito, me referiré a la montaña y no a la zona arqueológica, la cual no pude conocer por encontrarse cerrada con motivo de la contingencia sanitaria.

Desde bien temprano y después de haber desayunado como Dios manda, me encamine colina arriba hacia el Tepozteco, a mi paso iba cruzando muchos puestecitos que exhibían productos típicos y artesanías, cómo mascaras de chinelos, pulseras de cuero, cuarzos de diverso tipo, de entre los que destacaban las piritas, amatistas, crisoprasas y demás. A medida que subía, la labor se iba volviendo más y más exhaustiva, pues mi recorrido era en calle inclinada y hacía arriba, poco a poco iba dejando atrás el pueblo, para adentrarme en la fabulosa naturaleza que encierra la montaña. Los árboles se iban volviendo más altos y frondosos a medida que avanzaba, las rocas del camino se iban multiplicando y recubriendo de musgo, y el sonido de la civilización se iba apagando hasta dejar solo el melodioso canto de las aves y el silbido del viento que ondeaba las hojas.

Me llevo tres horas estar en la cima, y es que iba parando cada tanto tiempo, a veces a descansar, a veces a admirar el bellísimo paisaje. La montaña me recibió con calidez, me hizo sentir bienvenida, me abrazo.

Aquel viaje me permitió conocer las dos fases de la madre naturaleza, la furia y caos que me mostró el huracán delta, y la paz y serenidad que encontré en el Tepozteco.

En mi descenso, el trayecto se volvió más agradable todavía. Al final del recorrido hay varios puestecitos de bebidas que se sitúan al pie de la montaña, donde además de refrescarte la garganta, puedes llevarte de recuerdo uno de esos vasos de barro de gran tamaño que, con coloridas letras y dibujos indican que estuviste en Tepoztlán. Yo ciertamente no me detuve a beber nada, seguí derecho, pues el cielo comenzaba a ponerse gris, indicando la inminente llegada de la primera lluvia de esa tarde.

Me dirigí a una terraza, y quise comer en el balconcito que da a la calle, ahí disfruté de una deliciosa pizza diabola a la leña, ¡con harto picante!, como a los mexicanos nos gusta. Estuve bastante rato, comiendo, disfrutando, y respirando ese aire con olor a tierra mojada.

Algunas tardes de aquel viaje, las aproveche para irme al jardín que se ubica entre el ex convento y el mercado. El ex convento de Tepoztlán es otro atractivo turístico del lugar, sin embargo, yo solo pude andar por sus jardines, pues el interior se encontraba de igual forma cerrado con motivo de la contingencia sanitaria, y aunque, durante aquel mes era posible viajar al pueblo y andar por sus calles, algunos sitios exclusivamente dedicados al turismo, se encontraban cerrados esperando el cambio de luz del semáforo.

Durante esas tardes, colocaba una manta en el pasto y me echaba a la sombra a leer por algunas horas, ese libro de misterio con cuentos recopilados por Alfred Hitchcock y ofrecidos como compendio de historias escalofriantes. Ahí me sentí tan libre, tan agradecida de todo, tan melancólica a veces, pero también tan feliz por estar viajando de nuevo.

Los rincones de ese pueblo me atraparon, me envolvieron con su magia. Solo conocí personas gentiles, sonrientes y dispuestas a hacer sentir bienvenidos a los visitantes.

Resulta curioso como a medida que vivo y viajo, descubro que cada sitio al que voy me engancha tanto, me enamora, y lo anoto en una interminable lista titulada “lugares a los que debo volver”. Sé con certeza que la vida no me alcanzara para ello, pero al menos hasta el final de mis días, me esforzaré en seguir descubriendo lugares, y en regresar tanto como pueda, a aquellos en los que me sentí verdaderamente feliz.

ALBA

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