En el Ojo del Huracán Delta

Llegue a Kantunikil por ahí del mediodía. Para entonces el cielo había comenzado a ponerse gris. El chófer del autobús no tenía mucha idea de donde dejarnos, pues sus contactos en protección civil no le atendían el teléfono, y en el pueblo no se veía ningún movimiento que apuntara al sitio destinado a los refugios, había poca gente en la calle, y yo ya estaba comenzado a ponerme nerviosa.

Finalmente, dimos con una persona que nos pudo orientar, esta nos llevó a una iglesia presbiteriana de fachada rosa claro con barandal blanco, ahí había policías de la dirección de seguridad pública municipal, los cuales llevaban unas libretas en donde registraban a la gente. Dentro había bastantes bancas de madera, se apreciaban también algunas colchonetas y botellas de agua. Éramos como unos doce individuos dentro.

Nos preguntaron nuestro nombre y el sitio del que veníamos, en ese momento me entere que ese era el refugio más pequeño de todos, y que los demás se encontraban asentados en el centro, en edificios del gobierno. Para entonces, me costaba caer en cuenta de que eso realmente estuviera pasando y que yo me encontrará viviendo aquella experiencia en plenas vacaciones, mientras observaba cómo el plan original se iba al carajo, y cómo mis ganas de estar en la playa, tirada en una colorida hamaca, y con una bebida tropical en mano, ahora parecían parte de un sueño lejano.

Empecé a recordar todas esas películas de desastres naturales y me sentí formar parte de una de ellas. Mis compañeros de refugio, todos lugareños de la isla, fueron recordando sucesos del huracán Wilma, el mismo que azotó Cancún por allá del 2015. Me contaron que aquel fenómeno entró siendo categoría tres y que causó mucho desastre, lo que nos llevó a considerar que Delta, el huracán que amenazaba ahora, era aún más peligroso, pues venía con categoría cuatro.

Pude informar en casa que me encontraba bien, a pesar de la incertidumbre por no saber qué pasaría. A medida que las horas transcurrían, comencé a echar de menos a mi familia, a mis amigos, y hasta la comodidad de mi cama.

Eran pasadas las once de la noche cuando fuimos despertados por la policía. Ahí, una persona se identificó como miembro del departamento de Protección Civil, y nos informó que el sitio en el que estábamos no era del todo seguro, que ya habían evaluado el posible riesgo y que debido a una puerta faltante, el viento podría disparar cosas hacia el interior de la iglesia, por lo que era probable salir lastimados, por tal motivo había necesidad de ser trasladados a otro sitio.

Entonces nos montamos todos en las patrullas de la policía, y fuimos llevados a una escuela que funge como CBETIS, localizada a las afueras del pueblo. Nos dejaron ahí en mitad de la noche. Yo estaba exaltada por todos esos acontecimientos, y por un momento comencé a sentir verdadero temor de encontrarme lejos de mi tierra, en ese lugar alejado, y en plena carretera, donde no pasaba ni un solo auto. Fuimos repartidos en varias aulas, ya había otra gente ahí, durmiendo en sus respectivas colchonetas. Acomodé la mía y me acosté, no sin antes verificar en el celular que no había nada de señal, intenté dormir a pesar del miedo.

Supongo que en algún punto lo conseguí.

Abrí los ojos cuando fortísimos golpes azotaron contra las ventanas de ese salón de clases, entonces escuché que una mujer decía, “¡mira, mira!, ahí está…”. Supe que se refería al huracán. Afuera, el viento soplaba con furia, parecía que gruñía, y había crujidos por todos lados, golpes de cosas colapsando entre sí y contra superficies, las ventanas tronaban, parecía que fueran a romperse en cualquier momento.

Estaba conociendo la fuerza de la naturaleza ahí mismo, y me sentí muy intimidada. Me hice un ovillo y comencé a rezar, quería que aquello pasara pronto y que pudiera volver a mi casa, pues aunque me encontraba a salvo, nunca antes había estado en una situación similar, no sabía que se hacía en esos casos, las dudas empezaron a machacarme la cabeza y a sembrarme más miedo.

Me quede dormida otra vez.

Cuando abrí los ojos de nuevo, ya eran las ocho y media de la mañana, el huracán ya no estaba, pero si un viento muy fuerte, el cielo se veía ópaco y hacía fresco. La gente a mi alrededor estaba despierta, todos los rostros eran desconocidos, salvo el de dos mujeres que conocí antes, en la iglesia presbiteriana, y que acabaron volviéndose mis amigas en esa extraña aventura. Una joven policía se acercó al cabo de un rato, nos explicó que podíamos salir al exterior, pero nos advirtió ir con cuidado, pues el piso estaba resbaloso, lleno de ramas, hojas, y tierra.

Yo salí, y me impresioné con el desastre que había afuera.

Varios postes y tuberías arrancadas, bloqueando pasillos y desparramados sobre la cancha de baloncesto de esa escuela. Las palmeras estaban en el suelo, el huracán las había quebrado como si fueran palillos de spaguettis. Un par de árboles fueron desprendidos de la tierra, con todo y sus raíces, y un sin número de ramas se encontraban esparcidas por todas partes.  

No había luz, ni agua ni señal tampoco. Ninguna de las personas a cargo sabía qué había ocurrido con exactitud, o cual era el estado de la isla y las carreteras, estábamos completamente incomunicados, y solo podríamos saber algo hasta que las autoridades bajaran las noticias de forma personal, pues no se podían hacer ni recibir llamadas.

Me absorbió la ansiedad, yo solo deseaba avisar en mi casa, acá en Chihuahua, que estaba bien, que el huracán había pasado y que no debían preocuparse por mí. La sola idea de que estuvieran experimentando angustia por mi causa, me ponía bastante mal.

La gente comenzó a hacer preguntas, “¿cómo está la isla?”, “¿cuándo podremos volver…?”

Yo solo quería agarrar mi maleta, viajar a Cancún y salir huyendo de ese estado, ¡que se jodieran las vacaciones en el paraíso!

Nadie podía salir todavía. Nos explicaron que antes necesitaban verificar como había quedado todo, podía haber sitios inundados y bloqueados por árboles y postes caídos. No había transportación a ningún sitio, por lo que era necesario permanecer en el refugio hasta tener noticias nuevas.

El paso del tiempo comenzó a afectar la barriga de todos, había hambre, y la comida se demoraba en llegar. Esa escuela estaba en la carretera, por lo que no se hallaban tiendas cerca, a las cuales ir a comprar algo. La gente comenzó a sentirse frustrada, sobre todo los niños, que no dejaban de preguntar a qué hora iban a almorzar, pues ya pasaba del mediodía.

Finalmente, un grupo de personas llego con alimentos. Pero yo no pude comer nada, estaba como bloqueada, no podía pasar bocado, y tampoco dejaba de pensar en lo que haría o como me iba a regresar a casa.

Por ahí de las dos de la tarde recibimos la visita de las autoridades del pueblo, gente que iba de aula en aula tomando notas y evaluando los daños. Yo me acerque a preguntar si había alguna forma de comunicarme para Chihuahua, me dijeron que eso no era posible todavía, pero que ya había personas trabajando en reparar la señal.

El uso del sanitario se volvió complicado, solo había seis baños para las setenta y tantas personas que estábamos ahí. Para poder utilizarlo, debía seguirse un incómodo proceso: había que llevar un balde vacío hasta un pozo, luego ascender a una plataforma con dificultad, extraer agua del pozo, bajar el balde con el apoyo de alguien más, descender de la plataforma y cargar el agua hasta el sanitario.

Era una forma de mantener los baños limpios, pero sin duda, la labor se volvía muy extenuante.

A las casi cuatro de la tarde, nos dijeron que podíamos salir a comprar cosas al pueblo. Aunque claro, para llegar no había transporte, por lo que teníamos que buscar “rait” en la carretera. Flabia e Ileana (mis nuevas amigas), y yo, decidimos ir a buscar algo.

Pasaban pocos coches, pero corrimos con la suerte de avistar un taxi triciclo. Flabia lo detuvo y una vez ahí, el hombre nos llevó hasta Kantunikil en busca de una tienda de abarrotes abierta. Había muchos negocios cerrados por el huracán, pero encontramos un comercio dando servicio. Nos hicimos rápidamente de insumos; comida, agua, chuches y hasta algunas cuantas velas. Luego, Ileana y yo volvimos al refugio, mientras que Flabia se quedó ahí con la intención de ir al centro a averiguar cómo estaban las cosas.

Cuando llegamos, intenté comer un poco, apenas lo conseguí. El estrés nuevamente me acongojo, sobre todo ante el hecho de no poder comunicarme a mi casa. Cuando me quedé sola en ese salón de clases, no pude evitar echarme a llorar. El ataque de llanto me pegó muy duro, al punto de tener que apretar los labios contra la colchoneta para no alertar a nadie. En el fondo sabía que no lloraba por estar ahí, después de todo me encontraba bien. Lloraba por pura impotencia, porque desde que comenzó este año, he sentido que todo me sale mal, que he debido sortear un sin número de dificultades distintas, y estaba cansada de hacerlo. He llorado porque ha sido un año difícil para todos, porque no he dejado de tener miedo de ese maldito virus, miedo de perder a la gente a la que quiero, después de todo, ya se llevó a mi abuelo de por medio, ya conocí lo real y letal que es. Lloraba por la perdida de esa amistad valiosa, la que no supe cuidar, y a la que todavía extraño.  Lloraba por los sueños y metas pausadas, por los viajes que no hice y por las conversaciones que ya no tendré, pero sobre todo, llore por haber puesto tantas esperanzas en esas vacaciones, que ahora parecían solo un mal chiste, de esos que no dan risa.

En ese momento entró un hombre al salón, era un lugareño de la isla. Debió conmoverse de mi lloradera, porque me dijo de forma compasiva que no tenía de que preocuparme, que pronto todo estaría bien y que yo podría volver a mi ciudad. Yo le agradecí el gesto, sabía que tenía razón, que al final del día, era una persona con suerte, pues acá en Chihuahua me esperaba mi casa, mientras que él, al igual que el resto de esa gente, no sabía si al volver aún iba a tener una.

Tras ese bochornoso momento, la resignación finalmente comenzó a asentarse. Incluso me sentí con ánimo de ir al pozo por agua, para darme el baño que tanto sentía necesitar. Un niño muy dulce me ayudo a bajar la cubeta y a acercarla hasta el sanitario, el agua me limpio la pena.

Cuando Flabia regresó del pueblo, vino con buenas noticias. Me dijo que había conocido a un taxista, que el hombre le comento que venía de Cancún, por lo que sabía que sí había pase para ir ahí. Saber eso me devolvió la calma, pues mi amiga me prometió ayudarme a encontrar traslado al siguiente día.  

Más tarde, la cena llegó, y casi al mismo tiempo, la luz y el agua.

Cuando los focos se encendieron, la gente hizo exclamaciones de júbilo, creo que hasta yo también lo hice. Cene con gusto, y disfrute un montón de ese champurrado calentito.

Protección Civil se presentó a la media hora, traía noticias para los isleños.

Nos reunieron en torno de la cancha, había caras nerviosas y expresiones de preocupación. Los hombres uniformados dijeron que ya habían ido a Holbox, que el sitio estaba sin señal, ni luz y que seguramente lo estaría un par de días, pero que no había daños mayores, ni a viviendas, ni a nada que pudiera impedirles volver. Las personas respiraron aliviadas, soltaron grititos de emoción, algunos incrédulos preguntaron si entonces el siguiente día podían regresar a sus hogares, la respuesta fue un Sí, seguido de una sonrisa.

Me dio gusto ver los nuevos rostros, pintados de esperanza y de gratitud.

Esa noche platique más con la gente del aula en que dormía, varias personas me dijeron que debía volver a Holbox tan pronto como pudiera, me hablaron del paraíso que era. Algunos jovenes salieron a cantar y a tocar la guitarra, desde mi lugar en la colchoneta escuche sus canciones, animada por el positivo giró que dieron las cosas.

Dormí con mucha serenidad aquella noche.  

Cuando amaneció, fui despertada por Flabia. Mi amiga me sacudió el hombro y me dijo: “Alba, ven a ver esto”.

Yo salí con los ojos aún entre lagañas. Cuando estuvimos afuera señaló un punto en el horizonte, pero yo solo veía los campos de cultivo, no entendía bien lo qué quería mostrarme, entonces exclamó:

“Es el sol…”

Fue cuando noté el precioso amanecer pintado en el cielo, y me sentí enternecida por la emoción de mi amiga ante una cosa tan simple, pero que, en el fondo, guardaba tantísimo significado. El significado que evoca aquella frase: “después de la tormenta viene la calma”, por que al final de cuentas «el sol siempre vuelve a brillar entre las nubes».

ALBA

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2 respuestas a “En el Ojo del Huracán Delta

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